– ¿Qué es lo que hemos estado cargando allí, eh? -me preguntó-. Acaso, ¿cuerdas?
Repetí perplejo:
– ¿Cuerdas?
– Cuerdas y sogas. Drogas.
– ¡Ah, sí! -tardé en comprender-. Espero que no -medité por un momento-. Por favor no se lo digas a nadie, Trotador, ¿quieres? Hasta que esto se aclare.
Respondió que guardaría el secreto. Se trataba de una promesa dada a la ligera que tal vez duraría hasta la tercera cerveza que se tomara esa noche en la taberna, pero no más tiempo.
Siempre que resultaba posible, los conductores tenían un solo camión todo el tiempo. Había descubierto que lo preferían así y que también cuidaban mucho más sus vehículos de esa manera. Cada conductor conservaba en su poder las llaves de su propio camión y podía personalizar su cabina si deseaba hacerlo. Casi sin fallar, podía adivinar en qué camión me encontraba simplemente al ver la cabina.
El Trotador dijo que sería mejor que siguiera con su trabajo, si es que iba a ir a Surrey para llevar las yeguas de crianza, y se alejo trotando hacia su camioneta, cargó la tarima y se marchó. Dave lavó con la manguera el exterior del camión y limpió los cristales con una escobilla de goma. Brett barrió los desechos del interior y los echó fuera por la puerta de mozos de espuela sobre el asfalto.
El plano interior del camión de diez metros y medio de longitud estaba provisto de tres compartimientos para tres caballerizas, con aberturas entre cada uno por las que sobresalían las cabezas de los caballos, y donde con frecuencia se sentaban los mozos que viajaban con esos animales. Cuando llevábamos yeguas con sus potrillos, las tres caballerizas se convertían, por medio de particiones giratorias hábilmente diseñadas, en una sola grande. De manera que podíamos acomodar nueve caballos de dos años o bien tres yeguas con sus potrillos.
Día tras día, a lo largo de todo el país, flotillas de camiones como la que yo poseía transportaban a los corredores a las carreras. La mayoría de los caballos de Pixhill viajaba en mis camiones y por lo menos veinticinco entrenadores trabajaban en el distrito. Estaba haciendo dinero, si no es que una fortuna.
Al rebasar los treinta años, surgía la pregunta apremiante para todos los jockeys de carreras de salto de obstáculos: ¿Y después qué? A la edad de dieciocho años, yo ya conducía camiones de caballos para mi padre, quien tenía su propio transporte. Llevaba a algunos de sus caballos a las carreras, los montaba en carreras de aficionados y los traía a casa. A los veinte, me convertí en profesional y fui contratado por una cuadra muy importante. Durante doce años terminé cada temporada entre el segundo y sexto lugar en la lista de jockeys, montando en más de cuatrocientas carreras de salto al año. Sólo unos cuantos jockeys de salto permanecían más tiempo cerca de la cima, debido a los golpes sufridos en las caídas. A los treinta y dos, el tiempo y las lesiones hicieron mella.
La transformación de jockey a transportista de caballos de tiempo completo había resultado desconcertante en algunos aspectos, pero realmente, en otros, se trataba de un territorio bastante familiar para mí. Habían transcurrido tres años en esta nueva vida y parecía como si hubiera sido inevitable desde el principio.
Preparé la liquidación de Brett con dinero en efectivo que había en mi caja fue y tecleé la información en la computadora para que, en la oficina, Rose pudiera incorporarlo al P45, el formulario de terminación de empleo que mostraba el salario devengado y los impuestos deducidos para el ejercicio fiscal. Entonces, con el sobre en mano, me dirigí al camión. Brett y Dave estaban de pie en la zona asfaltada y se lanzaban miradas iracundas. Dave había retirado la manguera verde de plástico flexible de la llave exterior del agua, que estaba un poco más allá de la pila de leños, y la llevaba enrollada a lo largo del brazo mientras, puerilmente, discutía que era tarea de Brett guardarla en el gabinete que se hallaba en la parte posterior del camión.
“¡Dame fuerzas!”, pensé y le pedí cortésmente a Dave que él mismo la guardara. De mal talante trepó con ella al camión.
– Ésta no es la única vez que Dave ha llevado a quienes le piden transporte gratuito -afirmó Brett con despecho-. Es a él a quien deberías despedir, no a mí.
– Yo no te despedí.
– Como si lo hubieras hecho -aceptó su liquidación sin dar las gracias y se alejó en su auto. Dave se acercó a mí y miró tras Brett con aire siniestro.
– ¿Qué dijo? -preguntó.
– Que otras veces ya habías aceptado dar viajes gratis.
Dave estaba furioso.
– Eso quisiera.
– No vuelvas a hacerlo.
Percibió el peso de mis palabras y, tratando infructuosamente de bromear, repuso:
– ¿Es una especie de amenaza?
– Una advertencia. Lo digo en serio, Dave.
Suspiró.
– Sí, ya lo sé.
Fue por su bicicleta y se alejó rechinando por el camino de la entrada, haciéndose a un lado al ver al Trotador, que volvía en su camioneta. El Trotador trajo consigo un pequeño trozo de madera que había traspasado por múltiples clavos. Las cabezas de éstos se adherirían al imán, explicó, y la madera evitaría que el imán atrajera algún otro objeto.
Le tomé la palabra mientras lo observaba meterse bajo el chasis sin usar la tarima. Sólo se tardó unos cuantos segundos en colocar la madera aislante en su lugar. Se puso de pie en seguida.
– No tardaste mucho -comenté pensativo.
– Si sabes dónde buscar, es como coser y cantar.
Harvey llegó en ese momento y se cruzó con el Trotador, que iba de salida. Caminamos juntos a la casa y le mostré la caja registradora, al tiempo que le explicaba dónde la había encontrado el Trotador. Se quedó perplejo.
– ¿Pero para qué?
– El Trotador cree que hemos estado transportando drogas sin darnos cuenta.
– No -Harvey se mostró inflexible-. Habría dinero circulando. Nos habríamos dado cuenta. Nadie haría eso sin que lo supiéramos nosotros.
Con pesar repuse:
– Tal vez uno de nosotros lo sabe.
Harvey no estuvo de acuerdo. Dio a entender que nuestros conductores eran unos santos.
Le conté acerca del visitante nocturno que había venido en su disfraz negro y subí al camión.
– Estoy seguro que debe de haber tenido llave de la puerta de mozos de espuela -añadí-. No hay ningún daño. Las cerraduras están intactas.
– Sí -dijo Harvey pensativo-, pero sabes bien que esas llaves de las puertas de mozos de espuela no sólo pueden abrir un camión. Quiero decir, me consta que mi propio camión tiene la misma llave que el de Brett.
Asentí. Las llaves de ignición eran especiales y no podían ser copiadas, pero las cerraduras de las puertas de mozos de espuela provenían de una serie más reducida y varios camiones tenían llaves que se ajustaban a otros.
– ¿Qué estaba haciendo el hombre dentro de la cabina -preguntó Harvey-, si esta cosa, es decir, este escondite, estaba en la parte baja del camión?
– No lo sé. Tenía la ropa sucia. Tal vez ya había buscado debajo del camión y encontró el escondite vacío.
– ¿Qué vas a hacer al respecto? ¿Avisarle a Sandy Smith?
– Tal vez. No quiero meternos en problemas si no es necesario.
Harvey se sintió feliz con eso.
– No quiero que la aduana tenga noticias sobre esto -repuso-. Nos detendrían durante horas en cada viaje.
– Muy bien -dije-. Vamos. Voy a la granja a cargar combustible y a empezar el traslado.
Cerré la casa con llave en cuanto salió Harvey y lo seguí a la granja, que estaba a un kilómetro de distancia, más cerca del corazón de Pixhill.
Harvey, su esposa y sus cuatro hijos rubios vivían al lado del corral de la granja, en el antiguo cortijo. El viejo granero se había transformado en el territorio del Trotador; era un taller con foso de inspección y todos los aditamentos de perfección mecánica que me había persuadido de adquirir.
Lo que una vez había sido un establo para vacas, se había convertido ahora en un pequeño restaurante y un conjunto de tres oficinas con ventanas que daban al corral de la granja, desde donde podía verse a los camiones ir y venir, o dirigirse hacia su estacionamiento asignado. Una pequeña caballeriza, que contaba con espacio para tres animales, se localizaba en el espacio que había entre el final del conjunto de oficinas y el alto muro del granero. Algunas veces alojábamos temporalmente a nuestros pasajeros en ese lugar, si llegaban o salían a medianoche.
Varias de las corridas de ese día ya habían comenzado. El otro camión grande salió más temprano a recoger a las yeguas de crianza que irían rumbo a Irlanda. Los dos espacios de los camiones que irían a Southwell también estaban vacíos. El Trotador conducía el camión de Phil al granero para repararlo.
Me detuve al lado de la bomba de diesel y llené los tanques.
En las oficinas, Isobel y Rose consultaban sus máquinas mientras encendían los calentadores y bebían café del restaurante de al lado. Rose, una dama regordete de mediana edad, manejaba los registros financieros, se encargaba de hacer los pagos, enviar las facturas y preparar los cheques. Isobel, dulce, joven e inteligente, atendía el teléfono, hacía las reservaciones y aprovechaba su conversación con las secretarias de los entrenadores para tomar nota por adelantado de los requerimientos de éstos.
Rose e Isobel tenían una oficina cada una, en la que trabajaban de ocho treinta a cuatro. La tercera oficina, menos personal, técnicamente era la mía, pero Harvey la usaba tanto como yo.
A pesar de la gripe, a pesar de Brett y a pesar de Kevin Keith Ogden, el trabajo de ese viernes parecía desarrollarse sin ningún contratiempo.