– Bueno, de acuerdo. Estaré ahí en diez minutos.
El simbólico cuerpo de policía de Pixhill estaba constituido sólo por él. La comisaría era una oficina en la casa de Sandy, en la que su principal actividad era anotar los registros de las rondas diarias que realizaba en su patrulla. Fuera de las horas hábiles, como en ese momento, veía el televisor, bebía una cerveza y mimaba despreocupadamente a la madre de sus hijos, una dama robusta que siempre llevaba puestas sus chinelas de noche.
En los diez minutos prometidos de espera, antes de que Sandy apareciera en su auto oficial por mi camino asfaltado, con su aire pretencioso y llevando consigo todas las linternas de que disponía, no logré averiguar mucho más acerca de nuestro inoportuno huésped fallecido.
– ¿Cómo iba a saber que se nos moriría en el camino? -preguntó Dave cuando colgué el auricular-. Insistía en que tenía que llegar a Bristol para la boda de su hija o algo así.
– ¿Hablaron con él de algo más? -inquirí.
– No, nada más -repuso Dave.
– Le dije a Dave que era un grave error -se quejó Brett.
– ¡Cállate! -ordenó Dave-. No advertí que te rehusaras.
– ¿Y tampoco ninguno de los dos alcanzó a notar que estaba muriéndose? -sugerí con ironía.
La idea los incomodó. Pero no, al parecer no se dieron cuenta.
– Pensé que iba dormido -respondió Dave, y Brett asintió con la cabeza-. Así que -prosiguió Dave-, cuando no pudimos despertarlo, quiero decir, queríamos que se bajara en la gasolinera de Chieveley para que pudiera conseguir que alguien más lo llevara a Bristol… Bueno, ahí estaba… muerto… y no pudimos rodarlo al piso, ¿verdad?
No pudieron, convine. De modo que decidieron traerlo a mi puerta, igual que los gatos traen a casa un pájaro muerto.
En ese momento llegó Sandy, quien todavía iba abotonándose de prisa su uniforme azul marino. Iba a hacerse cargo de la situación al estilo un tanto pomposo que había desarrollado a través de los años. Una simple mirada al cadáver lo decidió a pedir ayuda por el radio de su auto, lo que dio como resultado la pronta llegada de un médico y una sarta de preguntas sin respuesta.
Aparentemente, el muerto debería tener cuando menos un nombre, que descubrieron en su billetera repleta de tarjetas de crédito. Mientras el médico realizaba su examen, Sandy bajó de la cabina y me la mostró.
– K. K. Ogden. Se llama Kevin Keith Ogden -comentó Sandy, al tiempo que revisaba el contenido con los dedos regordetes-. Vivía en Nottingham. ¿Significa algo para ti?
– Nunca oí hablar de él -repliqué-. ¿De qué murió?
– Un ataque al corazón, tal vez. El doctor no podrá asegurarlo antes de realizar el examen Post mortem. No hay rastros de maniobras sucias, si a eso te refieres.
– ¿Entonces puedo usar el camión mañana?
– No veo por qué no -meditó con sensatez-. Es posible que quieras limpiarlo.
– Sí -repuse-. Siempre lo hago.
La cintura de Sandy, de cuarenta años de edad, se había vuelto voluminosa, y las mejillas y la quijada estaban tan fofas que parecían hinchadas, lo que le daba un aire simplón, escaso de inteligencia, que no dejaba de ser engañoso. En una época, sus superiores lo habían apostado lejos de Pixhill, con la creencia de que un oficial de policía se volvía demasiado sociable e indolente si permanecía mucho tiempo en una localidad pequeña. Durante la ausencia de Sandy, sin embargo, el índice de delitos menores se incremento en Pixhill, mientras que el de averiguación se desplomó. Después de un tiempo, Sandy Smith fue reinstalado en su puesto de alguacil de policía, sin muchos aspavientos.
El joven y sagaz doctor Bruce Farway, recién llegado a Pixhill, que ya había conseguido alejar a la mitad de sus pacientes al tratarlos con una condescendencia insufrible, bajó de la cabina y me ordenó de manera busca no mover el cadáver antes de que hiciera los arreglos para que se lo llevaran. Imposible diagnosticar ni asomo de humildad o sentido humanitario en él.
Lo dejamos dando enérgicas instrucciones por el teléfono de su automóvil, mientras Sandy y yo nos encaminamos hacia la casa, donde Sandy Smith tomó las breves declaraciones de Dave y Brett. Con toda seguridad habría una investigación, les informó, pero no les quitaría mucho tiempo.
"Demasiado", pensé con enojo, y ambos adivinaron mi humor. Poco después, el alguacil los dejó en libertad de ir a la taberna, donde se encargarían de esparcir la noticia a través del chismorreo local. Sandy cerró su libreta, esbozó una sonrisa indiferente y luego condujo de regreso a su casa para telefonear a la policía de la ciudad natal del occiso. Sólo se quedó Bruce Farway, que aguardaba con impaciencia, cerca de su auto, la llegada del transporte que se llevaría a Kevin Keith Ogden.
Le pregunté si le gustaría esperar en la casa y aceptó titubeante, encogiéndose de hombros. En la sala espaciosa, le ofrecí una bebida alcohólica, Coca-Cola o café.
– Nada -replicó.
Con una mueca en los labios, examinó la hilera de fotografías enmarcadas de carreras de caballos que colgaba de la pared; en casi todas aparecía yo, en mi época de jockey, montado en el lomo de caballos de salto elevado. En un pueblo pequeño, dedicado a la crianza de caballos de carreras de pura sangre, había escuchado por casualidad a Bruce Farway mencionar que las personas que vivían para las carreras de caballos malgastaban sus vidas. Sólo el servicio abnegado que se presta a los demás, como, por ejemplo, el que brindan médicos y enfermeras, es digno de elogio. Nadie entendía por qué había llegado a Pixhill un hombre como él.
– ¿De qué murió nuestro “cadáver”?
Me miró sorprendido y fue hacia la ventana para contemplar el camión de caballos que se encontraba expuesto al frío nocturno.
– La obesidad y fumar demasiado, tal vez -se agitó con impaciencia y presto me hizo una pregunta:
– ¿Por qué fue jockey?
– Creo que nací para ello. Mi padre se dedicó siempre a entrenar caballos de salto de obstáculos.
– ¿Y eso lo hace inevitable?
– No -repuse-. Mi hermana es física.
El asombro lo dejó boquiabierto.
– ¿Lo dice en serio?
– Claro que sí. ¿Por qué no?
No pudo pensar en por qué no y se salvó de darme una res puesta debido a que el teléfono sonó en ese momento. Contesté y escuché a Sandy en la línea.
– La policía de Nottingham -comentó el alguacil- querrá saber dónde está exactamente South Mimms.
– La gasolinera de South Mimms está ubicada al norte de Londres, en la Eme veinticinco. Y voy a decirte algo más, Sandy: de Nottingham a Bristol, ni en un millón de años se pasaría cerca de South Mimms. Avísale a la policía de Nottingham que les comunique con cuidado la noticia a los parientes; no iba directamente de casa a la boda de su hija.
Sandy entendió el mensaje.
– Comprendo -repuso-. Se lo diré.
Colgué el auricular y Bruce Farway preguntó:
– Supongo que no importa el motivo por el que se encontraba en South Mimms.
– Para él ya no -convine-, pero voy a perder el tiempo de mis empleados. La investigación y todas esas cosas. Es un fastidio, nuestro señor Ogden.
Farway dejó traslucir un gesto de franca desaprobación y regresó a observar el camión de caballos. Transcurrió mucho tiempo en medio del aburrimiento, durante el que bebí whisky y agua ("Para mí no", dijo Farway); también pensé, hambriento, en mi rico estofado, que debía de estar helado y aún contesté dos llamadas telefónicas más.
La noticia se había difundido por todas partes a la velocidad de la luz. La primera voz que exigió conocer los hechos era la del propietario de los caballos de dos años que habíamos llevado a Newmarket esa mañana; la segunda era la del entrenador perfecto que se había visto obligado a verlos partir de sus caballerizas.
Jericho Rich, el dueño, que nunca perdía el tiempo en charlas introductorias; espetó:
– ¿Cómo que había un muerto en tu camión? -su voz, al igual que su personalidad, era ruidosa, agresiva e impaciente.
Mientras le contaba lo sucedido, me lo imaginé como lo había observado muchas veces durante los desfiles en las pistas de carreras: robusto, de pelo canoso y pendenciero, muy dado a esgrimir el dedo amenazadoramente.
– Escúchame, camarada -repuso Rich a gritos-. No debes levantar a nadie que quiera viajar de manera gratuita mientras trabajas para mí, ¿está claro? Y cuando lleves a mis caballos, no lleves a los de nadie más. Ésa es la forma en que hemos trabajado y no quiero ningún cambio.
Reflexioné que una vez que la cuadra completa de Jericho Rich se hubiera trasladado a Newmarket, de cualquier modo ya no iba a hacer muchos negocios con él, aunque alelar al viejo avinagrado sería insensato a pesar de todo. Si le daba un año o dos, tal vez podría traer a sus caballos de regreso.
– Y es más -prosiguió-, cuando lleves a mis potrancas mañana, mándalas en otro camión. Los caballos pueden oler la muerte, ¿sabes? Y no envíes al mismo conductor.
No valía la pena discutir con él.
– Muy bien -respondí.
Comenzó a perder ímpetu y colgó por fin.
El entrenador, Michael Watermead, en contraste sorprendente, hablaba por teléfono en un tono de voz suave, titubeante y educado. El hombre empezó por preguntarme si los caballos de nueve años de edad que habían salido de su custodia esa mañana habían llegado sanos y salvos a Newmarket. Le aseguré que así había sido.
Hubiera sido natural que Michael mostrara resentimiento de su parte por haberse visto obligado a desprenderse de ellos; no había muchas cuadras de caballos tan grandes o talentosas como la de Rich, no obstante, Watermead parecía tener sus sentimientos bajo control. Era alto, rubio y cincuentón. Su nerviosismo acostumbrado era una fachada para el buen manejo de más de sesenta caballerizas que, por lo general, estaban repletas de animales sanos. Le simpatizaba a sus caballos, lo que siempre constituía una referencia de su carácter afable. Los animales frotaban el hocico contra el cuello del entrenador si se encontraba cerca.