Nunca había montado para Michael, ya que él entrenaba caballos de pista plana, pero desde que adquirí la empresa de transportación y llegué a conocerlo mejor, nos habíamos convertido, por lo menos en lo que a negocios se refería, en buenos amigos.
Preguntó con toda calma:
– ¿Es cierto que trajeron en tu camión a un hombre muerto?
– Creo que sí -le expliqué una vez más acerca de Kevin Keith Ogden y le conté que Jericho Rich ya me había exigido un camión y un conductor diferentes para transportar las potrancas a la mañana siguiente.
– Este tipo -comentó Michael con amargura-. A pesar del hueco que se ha creado en mis caballerizas, tendré mucho gusto en no saber nada más acerca de él. Es un patán con un temperamento detestable.
– ¿Vas a llenar el hueco?
– ¡Oh, sí, claro! A la larga sí. Perder a Jericho es una desgracia, pero no un desastre.
– ¡Fantástico!
– ¿Comemos el domingo? Maudie te llamará.
– ¡Excelente! -cualquiera se ahogaría en los ojos azules de Maudie Watermead. Sus comidas domingueras eran legendarias.
Farway, que todavía estaba junto a la ventana, empezaba a impacientarse y consultaba repetidamente su reloj, como si con eso el tiempo transcurriera más deprisa.
– ¿Whisky? -ofrecí una vez más.
– No bebo.
¿Disgusto o adicción?, me pregunté. Probablemente sólo sería llano rechazo.
Miré alrededor de mi espaciosa sala familiar y pensé qué impresión tendría de ella. Había una alfombra gris y algunos tapetes. Paredes color crema, fotografías de carreras de caballos, la colección de pericos de porcelana de mi madre se encontraba en un nicho. Un escritorio eduardiano de caoba y su sillón giratorio de cuero. Sofás de tela cruda antigua y decolorada, una bandeja para bebidas en la mesa lateral y lámparas por todas partes. Era una habitación en la que vivía, no sólo el triunfo de un decorador.
Se trataba de mi hogar.
Después de mucho tiempo, vimos avanzar una carroza fúnebre muy despacio por el camino asfaltado que se detuvo entre el camión de caballos y la puerta de mi casa. Sandy regresó en su auto oficial inmediatamente después. Farway profirió una exclamación y se apresuró a ir a su encuentro, así como al de los tres hombres flemáticos que emergieron de la carroza fúnebre y pusieron manos a la obra. Seguí a Farway y observé que bajaban una camilla estrecha que estaba cubierta con mucha tela de lona oscura y varias correas fibrosas.
El hombre que parecía estar a cargo de todo indicó que era el oficial pesquisidor y le presentó a Farway el papeleo que tenía que llenar. Los otros dos, que llevaban la camilla, se treparon a la cabina, seguidos de Sandy, quien pronto bajó nuevamente. El oficial traía consigo un maletín de mano y un portafolios. Ambos eran de cuero, estaban maltratados, pero eran finos de origen.
¿Las pertenencias del difunto? -preguntó Sandy.
Farway pensó que así era.
– No pertenecen a mis hombres -afirmé.
Sandy colocó los maletines sobre el asfalto y volvió a subir para regresar con una bolsa de plástico que contenía los despojos del occiso: un reloj de pulsera, un encendedor, una cajetilla de cigarros, una pluma, un peine, un pañuelo, los anteojos y un anillo de ónix y oro. Los detalló en voz alta al oficial pesquisidor, quien les adhirió una etiqueta que decía PROPIEDAD DE K. K. OGDEN.
Mientras Sandy y el pesquisidor subían a la cabina, me puse en cuclillas junto a los objetos y abrí la cremallera del maletín.
– No creo que esté bien hacer eso -protestó Farway.
El maletín, a medio llenar, contenía los efectos personales de Ogden para una sola noche: estuche de afeitar, piyama, camisa limpia, nada fuera de lo común. Cerré la cremallera y abrí de golpe el portafolios, que no estaba asegurado con llave.
– ¡Oiga! -exclamó Farway-. No tiene ningún derecho…
– Si un hombre se muere dentro de mi propiedad -contesté de manera razonable-, me gustaría saber quién era.
Me pareció que el escaso contenido no aportaba ninguna información valiosa al respecto. Una calculadora. Una libreta de notas, en la que no había nada escrito. Un frasco de aspirinas, una caja de tabletas para la indigestión, dos botellas pequeñas de vodka, como las que ofrecen en las líneas aéreas, ambas llenas. Cerré el portafolios y me puse de pie.
– Todo suyo -comenté.
Los empleados de la funeraria se tomaron su tiempo y, cuando por fin sacaron a Kevin Keith lo hicieron por la puerta delantera de pasajeros, no por la de los mozos de espuelas que se encontraba más atrás y por la que todos, hasta ese momento, habíamos subido para poder llegar al asiento posterior. El cadáver yacía en la camilla y con los pies por delante, envuelto como masa amorfa en una lona gruesa sujetada por correas. Levantaron la camilla y la metieron en la carroza fúnebre. De ahí trasladaron el cuerpo de Ogden a un ataúd de metal.
Farway, más acostumbrado a los cadáveres que yo, tomó el retiro de éste de manera prosaica. Me comentó que él no realizaría personalmente el examen post mortem, pero que le parecía un paro cardíaco indiscutible. Me dio las buenas noches en un tono insulso, subió a su auto y siguió a la carroza fúnebre mientras se alejaba del estacionamiento asfaltado. Sandy se llevó el maletín y el portafolios de Ogden y condujo con tranquilidad detrás de ellos.
De repente todo pareció quedar en silencio. Levanté la mirada hacia las estrellas eternas y me pregunté preocupado si Kevin Keith Ogden, cuando iba acostado en el asiento largo de imitación de cuero, detrás de un motor que rugía, se había dado cuenta de que estaba muriéndose.
Pensé que lo más probable hubiera sido que no. En algunas ocasiones que perdí el conocimiento debido a alguna caída ocurrida durante las carreras, la última cosa que había distinguido era una Visión, como un torbellino, de césped y cielo. Después del impacto, no habría podido saber si me había muerto; y pensaba algunas veces, cuando despertaba agradecido, que una muerte imprevista sería una bendición.
Subí nuevamente a la cabina. Brett Gardner había dejado puesta la llave de ignición, otro de los tabúes de mi libro. Retiré el llavero, salté presto por la puerta de pasajeros y la cerré detrás de mí. Las puertas delanteras de ambos lados se cerraban con la misma llave que ponía en marcha el motor. Cerré la puerta del conductor y con la segunda llave aseguré la puerta de los mozos de cuadra. Una tercera llave cerraba el pequeño compartimiento bajo el tablero, que examiné y encontré asegurado. Contenía el interruptor de corriente del teléfono y varios documentos.
Volví a rodear el camión para poder inspeccionarlo otra vez. Todo parecía estar bien. Las dos rampas de los caballos se encontraban arriba y aseguradas. Las cinco puertas de acceso, dos para los asientos delanteros y tres para los acompañantes, también estaban intactas. A pesar de todo, me sentí inquieto. Regresé a la casa y cerré con llave la puerta trasera. Alargué la mano para apagar las luces exteriores, pero cambié de opinión y las dejé encendidas.
Por la noche, acostumbrábamos guardar la flotilla en un corral grande que había transformado y al que le había mandado construir paredes de ladrillo. Las amplias puertas de la entrada estaban bien aseguradas con candados. El camión para transportar nueve caballos estaba solo sobre el asfalto y parecía extrañamente vulnerable, aun cuando rara vez se robaban un camión de ese tamaño. Tenía demasiados números de identificación grabados en muchas partes, sin contar con el nombre Croft Raceways, que estaba pintado en seis lugares.
Recalenté el viejo estofado, lo rocié con un poco de vino tinto para hacerlo más apetitoso y me comí el resultado final. Después hice unas cuantas llamadas telefónicas para verificar con el jefe de mis conductores que todos los demás camiones estuvieran ya en la granja. Aparentemente, los demás viajes del día habían transcurrido sin novedad y conforme a lo previsto. Todos los conductores habían llenado las hojas de sus cuadernos de bitácora y las habían echado en el buzón de la oficina. Los candados estaban colocados en las puertas. Nadie podía tener acceso a las llaves en ninguna parte. A pesar del pasajero muerto, el mensaje general que recibí era que el jefe podía irse a la cama y descansar.
El jefe, al final, hizo exactamente eso, aunque desde mi habitación alcanzaba a ver con toda claridad el camión estacionado bajo las luces. Dejé abiertas las cortinas y me desperté varias veces debido a la brillantez externa poco común. Cerca de las tres de la mañana, mi sueño se vio perturbado repentinamente por un destello de luz que se movía por el techo.
Descalzo y vestido con pantaloncillos cortos para dormir, me levanté y fui a la ventana, temblando de frío. Nada parecía haber cambiado a primera vista. Me encogí de hombros y di media vuelta para regresar a la cama. Entonces me detuve, alarmado.
La puerta de los mozos de cuadra, por la que poco antes habíamos subido al camión, estaba entreabierta, no bien cerrada como yo la había dejado. Observé atentamente, pero no había lugar a equivocación. El destello de luz que vi tenía que ser un reflejo de la ventanilla, ya que la puerta se hallaba abierta.
Sin importar mi vestimenta, corrí escaleras abajo y me dirigí a la puerta trasera, la abrí, me puse con rapidez unas botas de goma y tomé un impermeable viejo que estaba colgado de la percha. Al tiempo que trataba de meter los brazos en las mangas, corrí por el asfalto y abrí la puerta de par en par.
Adentro había una silueta vestida de negro. Se sorprendió tanto de verme como yo a él. Al principio estaba de espaldas hacia mí; entonces, cuando giró con una exclamación feroz, que sonó más a una explosión de aliento que se le escapaba que a una verdadera palabra, alcance a ver que llevaba la cabeza cubierta con una capucha negra, los ojos brillaban a través de los agujeros.